De acuerdo con la información del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, en el periodo 2000-2018, la población que vivía en zonas rurales disminuyó un 10% en nuestro país, mientras que la población total se incrementó el 15%; todo un indicador del importante abandono de nuestros pueblos. Extremadura perdió un 11% de población rural.
Sobre este acuciante problema económico y social, se han producido dos importantes hitos en los últimos meses. En primer lugar su politización. El segundo y más cercano la crisis del coronavirus, que ha dado visibilidad al sector agrario y ha puesto en valor la vida en el campo.
Recordarán los lectores que en las pasadas elecciones generales, buena parte de los partidos incorporaron de forma proactiva a sus programas y a su discurso el concepto de la España vaciada, poniendo de relevancia la necesidad de actuar al respecto. Una de las primeras medidas que se adoptaron, si no la primera, fue crear el Dirección General de Políticas contra la Despoblación, incorporada al también nuevo Ministerio de Transición Ecológica y Reto Demográfico. Por el momento poco o nada se ha podido saber sobre iniciativas que emanen de dicha unidad administrativa; si bien es cierto que la crisis del coronavirus no lo ha facilitado. Lo que sucede, es que así de primeras, la transición ecológica y el reto demográfico no parecen cuestiones demasiado conectadas, ya que la recuperación de población en áreas rurales tiene muy poca carga ideológica y mucha económica. De hecho, ha quedado demostrado en las últimas décadas que los programas de recuperación poblacional fundamentados en promover los estereotipos del medio rural, pero con escasa planificación pública y sostenibilidad económica, han fracasado, consiguiendo en el mejor de los casos, éxitos pasajeros.
Parece lógico pensar que lo primero es que las personas que viven en los pueblos no se vayan, y luego que vengan nuevo habitantes. Está claro que aquellos que han vivido buena parte de su vida en un pueblo son los que mejor conocen lo que ello supone y los que mejor se pueden a adaptar. En segundo lugar los que tienen ahí sus raíces y de una forma u otra han estado vinculados a esos territorios. En tercer lugar estaría el grupo de los que se podrían llamar neorrurales, personas sin raíces en estas zonas pero que ven la posibilidad de cambiar de modo de vida. Lo que sucede es que en la práctica no hay primero, segundo ni tercero, ya que para todos ellos, el factor común es la necesidad de disponer de empleo y de servicios. Si no, se irá el habitante actual, no vendrá el enraizado y quizás venga, pero se llevará una gran decepción, el neorrural.
Por ello es necesario el desarrollo de un tejido productivo eficiente, en el que el sector primario siga conformando el esqueleto del desarrollo. En consecuencia, es imprescindible que los grandes programas públicos europeos, nacionales y regionales apuesten por la creación de una red eficiente de infraestructuras públicas, tanto administrativas como de servicios, y promuevan el desarrollo de una agricultura y ganadería de alto nivel tecnológico, que le permita competir de forma sostenible en un mercado libre y, a la vez, tener un bajo impacto en el medioambiente.
Lo malo es que en la actualidad se tiende a promover un desarrollo agrario basado en modelos menos eficientes, que pueden servir para unos pocos, pero no para captar población activa emprendedora, que perciba el agro como un sector en el que desarrollarse profesionalmente. Un ejemplo es la iniciativa europea farm2fork o del campo a la mesa, cuyos objetivos reduccionistas puede limitar todavía más el atractivo para la nuevas generaciones de este gran sector.